Por Isabel Pérez Ramos, Universidad de Oviedo, GIECO-Instituto Franklin UAH
Hoy en día es común oír hablar del Antropoceno. Acuñado en el año 2000 por el premio Nóbel de química Paul Crutzen y el biólogo Eugene Stoermer, el Antropoceno designa la nueva época geológica; una época en la que especie humana se habría convertido en una fuerza que, con sus acciones y prácticas, ha sido capaz de alterar la composición del planeta y hasta su clima. Este término, sin embargo, ha sido ampliamente criticado desde las ciencias humanas y sociales por su etimología, al usar el prefijo “antropos-” (“ἄνθρωπος”), concepto griego que significa ser humano. Las voces críticas (como por ejemplo la reputada, compleja y polémica Donna Haraway) afirman que no todas las personas contribuyen del mismo modo a la degradación ambiental y el cambio climático, y proponen conceptos alternativos que apuntan de forma más específica a la posible raíz del problema ambiental, o a su posible solución.
Uno de dichos términos es el del Desechoceno (Wasteocene en inglés), acuñado por Marco Armiero y Massimo De Angelis en 2017, y desarrollado por Armiero en un libro bajo el mismo nombre en 2021. El Desechoceno pone el énfasis no solo en la ingente cantidad de residuos que genera la sociedad de consumo de forma continua (desechos alimenticios, textiles, tecnológicos, químicos, higiénicos… por no hablar de todo el dióxido de carbono asociado a la producción, consumo y despojo de bienes), sino en el hecho de que para mantener dicho ritmo de consumo y desecho, es necesario que ciertas personas y ciertas partes del planeta sean desechadas también, forzadas a malvivir de y entre los desechos que otros generan. Lugares como el cementerio textil del Desierto de Atacama, en Chile, el mercado de ropa usada de Nairobi, Kenia, o el vertedero tecnológico de Agbogbloshie, en Accra, Ghana, son ejemplos paradigmáticos de una realidad que afecta principalmente a los países del Sur Global.
En vista de la dimensión socioambiental del problema, que no hace más que empeorar, Armiero resalta el papel clave de la ciencia ficción, que influye en los imaginarios colectivos sobre el futuro y los desechos (p. 13), lo cual consigue, principalmente, a través de las ruinas (p. 13-4). Las ruinas simbolizarían, según Armiero, el desecho de la modernidad en futuros distópicos en los que dicha categoría histórico-social, entendida desde una perspectiva decolonial, ya no tendría cabida. Ciertamente es común encontrar ruinas en la ficción climática: urbes convertidas en escombreras que representan de forma gráfica el desmoronamiento ambiental y social de futuros distópicos azotados por el cambio climático.
Un conocido ejemplo es la superproducción Elysium, película del 2013 dirigida por Neill Blomkamp y protagonizada por Matt Damon y Jodie Foster entre otros. La película presenta un Los Ángeles ruinoso en un entorno baldío y extremadamente árido, altamente contaminado y superpoblado. Por otro lado, una élite reside en una estación espacial llamada Elysium, un lugar lujoso y frondoso, lleno de recursos naturales. La obra resalta cuestiones de inequidad y privilegio, con un cierto componente racial (la mayoría de los habitantes de Elysium son blancos, mientras que aquellos que pueblan Los Ángeles son personas racializadas, principalmente de ascendencia latina). Como es común en las superproducciones, más allá de la crítica social el énfasis recae en la acción (y la violencia), con numerosos ejemplos de actitudes paternalistas y machistas, y un protagonista que se presenta como un Jesucristo cíborg que sacrifica su integridad física uniéndose a un exoesqueleto mecánico para actuar como salvador de la humanidad, mientras lucha contra una enfermedad terminal y sus demonios internos. Aunque la dimensión judeocristiana de la obra es problemática, es cierto que la película consigue representar los cuerpos de los habitantes terrestres como ruinosos y desechables, cuerpos explotados y enfermos que acumulan, al igual que el entorno natural, la toxicidad de los residuos que resultan del privilegio de unos pocos mientras sufren las consecuencias del cambio climático. Esta perspectiva contrasta con la de otras superproducciones como la entrañable Wall-E, de Andrew Stanton (2008), que también explora el problema de La Tierra como vertedero, poniendo el énfasis en la sociedad de consumo pero sin hacer mención alguna a cuestiones de inequidad e injusticia socioambiental.
La literatura ciertamente también ha abordado estas cuestiones, y de forma más compleja, en el buen sentido de la palabra. Los ejemplos van desde aclamadas novelas como La Parábola del Sembrador (The Parable of the Sower, 1993), de Octavia E. Butler, hasta la casi desconocida Lunar Braceros: 2125-2148 (2009), de Beatrice Pita y Rosaura Sánchez. Solo falta que, como sociedad, reconozcamos y empecemos a frenar el alto coste de nuestro estilo de vida, no solo por su impacto a nivel ambiental, dada su contribución al cambio climático y la degradación generaliza de nuestros entornos, sino también por su altísimo coste social.
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