24/10/2025

El portal de la Ficción Climática – Climate Fiction Cli-fi Website

Espacio dedicado a la ficción climática (cli-fi) literaria y cinematográfica

Ciencia ficción soviética frente al optimismo climático de Occidente

Esta semana me he visto The Terror, una serie que ficcionaliza la misteriosa desaparición de una expedición de exploradores británicos a mediados del siglo XIX cerca de la costa de la Isla del Rey Guillermo, en el círculo polar ártico canadiense.

La serie enfatiza, hacia el final, los problemas del contacto entre poblaciones inuit y colonos británicos, y, en última instancia se nos muestra un desenlace en el que a las poblaciones indígenas se las acaba dejando en paz ¡E incluso se advierte a futuros exploradores que no se atrevan a entrar en su territorio! Sin, duda, Occidente redime sus pecados en la ficción, pues la población inuit de posteriores siglos vería como los estragos de la empresa imperial solo acababan de comenzar. Aunque tremendamente específica, The Terror reproduce en términos generales una dinámica sempiterna en la ficción climática cinematográfica de los últimos 50 años: todo acaba siempre como moralmente nos gustaría que acabara.

Aunque muy diferentes de la propuesta intelectual de The Terror (que no es del todo ficción ni del todo climática), esta y obras como Interstellar (2012), El día de mañana (2004) y, si me apuras, hasta Mad Max (1979) tienen un aspecto muy importante en común: la esperanza humanista dentro del pesimismo. Por muy mal que le vaya al planeta y por mucho que nos asedien condiciones climáticas adversas, el ser humano siempre acaba adaptándose. Ya sea volviendo a un mundo primitivo (aunque violento) o encontrando una formula tecnológica que mágicamente nos hace solventar los problemas de la industrialización petroquímica, estos futuros hipotéticos disfrazan la catástrofe climática con un espejismo humanista. Por mucho que parezca que cavamos nuestra tumba, esta siempre se vuelve un suelo, aunque sea mínimamente fértil, para continuar nuestra existencia como especie. Es por esto por lo que creo que nos encontramos en un buen momento histórico (quizás el mejor, dadas las circunstancias sociopolíticas actuales), para revisitar las ficciones climáticas de otras sociedades, de otras épocas en las que aún no existía una hegemonía narrativa de este humanismo optimista. La historia de la ciencia ficción soviética seguramente sea un muy buen lugar por el que comenzar.

A simple vista, nos puede parecer extraño ligar ciencia ficción soviética con narrativas interesadas en criticar las consecuencias del industrialismo. No solo la URSS tenía un férreo sistema de censura que prevenía de cualquier crítica audiovisual a su sistema (incluyendo cualquier ecologista), sino que, por lo general, las lógicas filosóficas ligadas tradicionalmente a la ciencia ficción rusa apenas han tenido nunca un interés en el pensamiento ecológicista (aunque sí ecológico). Al hablar de “lógica filosófica” me refiero, principalmente, al cosmismo que ha alienado históricamente el pensamiento futurista ruso-soviético desde principios del siglo XX. El cosmismo es una corriente de pensamiento natural tecno-optimista desarrollada por filósofos como Nikolái Fiódorovich Fiódorov, Konstantín Tsiolkovski y Vladímir Vernadski , y que, en esencia, promueve la integración del ser humano en la naturaleza no-humana desde una perspectiva antropocéntrica. Esta filosofía ha hecho un especial hincapié en buscar justificaciones teóricas que expliquen nuestro interés en la vida eterna o en el esparcimiento del homo sapiens a lo largo y ancho de la galaxia. La meta final de la humanidad es encontrarse en igualdad absoluta con el propio medio ambiente cósmico y así, integrarnos en el propio fluido espaciotemporal del universo. Es decir, volvernos uno con el ecosistema a escala universal.

Este ímpetu que nos recuerda tanto a las lógicas del posthumanismo actual ha alienado la cinematografía futurista soviética de muchas formas. En Aelita: La reina de Marte (1924) el director Yákov Protazánov ya nos proponía una crítica (muy velada, eso sí) al propio expansionismo espacial (y por tanto, industrial). En la película, Los, un ingeniero aeronáutco soviético recibe un mensaje codificado de Marte que le hace obsesionarse con viajar al planeta rojo. Tras una serie de eventos que le hacen matar a su mujer en un ataque de celos, el protagonista decide construir una nave espacial y viajar con un amigo a Marte, donde ayudará a incitar una rebelión contra los líderes autocráticos del planeta. Con la ayuda de Aelita, la propia reina de Marte, destronará a la aristocracia marciana y liberará a los esclavos oprimidos por esta. Sin embargo, el propio protagonista acabará matando a Aelita tras volverse esta una tirana más. La película finaliza con el (aún no tan) típico final allà Los Serrano. Todo acaba siendo un sueño del protagonista y este, asustado por lo que pueda pasar, quema los planos de la nave espacial que pensaba construir. Aunque aparentemente esta película no tiene mucho de climática (en el sentido de crítica ambientalista), el acto final de Los es muy significativo como respuesta a las lógicas cosmistas de su época, pues la quema de los planos pone de relieve la problemática en torno a un progreso industrial que, de llevarse a cabo, solo acaba en caos y muerte en nombre de una liberación e igualdad humana que nunca acaba de llegar. Se atisba que la esperanza no va a colonizar por completo la línea narrativa de la ciencia ficción rusa y, lo más importante, que quizás el escape planetario no sea una alternativa a la supervivencia del homo sapiens.

En este sentido, la cinematografía soviética fue avanzando en diferentes líneas. Particularmente con el impulso de la carrera espacial y la constatación del daño ecológico de la industrialización, los años posteriores a la II Guerra Mundial nos trajeron obras como Planeta Bur (1962), dirigida por Pavel Klushantsev, en la que un grupo de cosmonautas viajan a Venus y se encuentran con un mundo natural e incivilizado en el que son incapaces de sobrevivir. El largometraje, aunque desarrollado en tono optimista, pone a sus audiencias ante una realidad ecológica que comienza a notarse. Las grandes extensiones de ecosistemas no modificados por el ser humano han desaparecido hasta tal punto que lo “salvaje” ya solo puede encontrarse en Venus. Y no solo eso, la expedición de la película no para de perder miembros ante estas fuerzas naturales: desde naves espaciales desintegradas en la atmósfera del planeta verde hasta plantas carnívoras que se alimentan de algún incauto explorador. Esta naturaleza con la que el cosmismo pretende integrar al homo sapiens en la esencia metafísica del universo rechaza violentamente toda inmersión del industrialismo en lo natural. Tras múltiples aventuras, los cosmonautas supervivientes abandonan Venus, con la intención de no volver jamás a esa naturaleza hostil (y perdida) que tanto les angustia. Se empieza a perfilar así una crítica al tecno-escapismo cosmista y, sin duda, una sensación de desesperanza en torno al futuro. La necesidad de colonizar otros mundos viene ligada a la cada vez más imposible habitabilidad humana en la Tierra. Si aquellos mundos a los que queremos mudarnos nos rechazan con tanta agresividad, ¿Acaso puede haber un futuro optimista para la humanidad?

Pocos años después el tecno-escapismo se transformará en eco-ansiedad en La Nebulosa de Andrómeda (1967), dirigida por Yevgeni Sherstobitov. En ella, unos exploradores espaciales soviéticos están a cargo de investigar un planeta de una raza alienígena que ha colapsado y con altos índices de radiación en la superficie. El estrés nuclear de la guerra fría apunta a que, sin duda, la raza alienígena acabó autodestruyéndose en una guerra nuclear que aniquiló todo ecosistema en la superficie. Los espectadores no pueden sino horrorizarse ante un posible futuro en el que nosotros somos esa raza alienígena y en el que nuestro propio industrialismo y sueños de inmortalidad cósmica han derivado en un páramo radioactivo. Las implicaciones de este espacio en la Nebulosa de Andrómeda son fundamentales para comprender el cine que vendrá en posteriores años, pues no solo será alegórico de la descomposición política de la URSS sino que, en términos propiamente realistas, será una llamada de atención en forma de ficción climática.

Y no una muy esperanzadora, como en el cine occidental.

Pese a que hay notables excepciones a esta lógica derrotista y pesimista, como en el caso de Per Aspera Ad Astra (1981), de Richard Viktorov, en la que una ginoide posthumana consigue sanar la naturaleza de un mundo toxificado por el malvado capitalismo, por lo general nos encontramos con metrajes en los que el futuro ecológico de la Tierra (y sobre todo, del ser humano) es bastante oscuro. Podemos hablar, claro, de Stalker (1979) de Tarkovsky en el que solo podemos ahogarnos en una suerte de tecno-consternación ante la imposibilidad de escapar de un mundo postapocalíptico y en el que se nos propone que, al menos desde lo humano, no hay posibilidad de volver a una comunión con lo natural-espiritual. Podemos inclusoir más allá y adentrarnos en las obras de Konstantín Lopushanski, aprendiz de Tarkovsky y, sin duda alguna, representante hiperexagerado de las líneas nihilistas tan marcadas del director de Stalker.

En Cartas a un Hombre Muerto (1987) se nos muestra la crudeza y pesimismo absoluto al que puede llegar nuestra percepción del industrialismo. En la obra, Rolan Bykov, un reputado científico se encuentra refugiado en el sótano de un museo de Historia junto con una multitud de niñas y niños huérfanos que han decidido dejar de hablar. El mundo en el que se encuentran no es postapocalíptico, sino que, más bien, se encuentra embebido en el propio proceso de apocalipsis. Bykov escribe cartas a su hijo muerto durante la catástrofe y reflexiona junto con otros supervivientes sobre el significado de la muerte, el colapso, y el fin del ser humano en la Tierra. En su angustia, alguno de los supervivientes refugiados se suicida y quienes no se atreven a ello, acaban sucumbiendo a las propias condiciones ecológicas en las que la comida escasea y los índices de radiación son sin duda excesivo. Cuando el propio protagonista muere, vemos una última escena en la que los niños salen del refugio y emprenden un camino hacia algún lugar. La crítica siempre ha leído esta escena como una manera de señalar la esperanza puesta en la juventud, como una forma, en definitiva, de pedir a las nuevas generaciones que solventen y sobrevivan a los pecados de sus padres. Uno se pregunta, no obstante, si esto no es parte de una broma oscura del propio Lopushanski y si los jóvenes que abandonan el refugio morirán al poco tiempo en un mundo en el que ya no crece nada.

No hay duda alguna de que ciertos eventos históricos, como la explosión en la planta de Chernóbil, refuerzan unas actitudes ya de por sí depresivas en la forma en la que se ha narrado el colapso ecológico en la Unión Soviética. El ethos derrotista, no obstante, parece que casi siempre formó un aspecto vital en la forma de entender los efectos del progreso tecnológico. En una época en la que constantemente se nos enseña que hay esperanza dentro del propio colapso, es también necesario acudir a este tipo de obras en las que se nos avisa de que la supervivencia no está siempre asegurada. Ya sea en términos tecno-optimistas o colapsistas, no hay que perder de vista que lo humano y la biodiversidad que tan conflictivamente lo acompaña está en riesgo debido, principalmente a las acciones del propio industrialismo. El colapso total y absoluto, o el petrocalipsis, como diría el científico y divulgador ecologista Antonio Turiel, es una posibilidad futura bastante cercana que en gran parte del cine occidental solo vemos de manera ilusoria. Nuestros personajes humanos, a unas malas, siempre acaban sacando su ingenio o incluso malviviendo, pero siempre acaban viviendo. Asumimos de una manera bastante optimista que el mundo después del Antropoceno tendrá cabida para nuestra especie, aunque sea una versión detecnologizada de la misma.

En fin, quizás sea por esto, por lo que Don’t Look Up (2021), el largometraje tan apocalíptico y satíricamente nihilista dirigido por Adam McKay se ha vuelto una de las películas más populares de la historia de Netflix. Finalmente nos han narrado desde Hollywood el exterminio absoluto de la Tierra. Supongo que cuando un sistema se encuentra al borde del colapso, su arte y ficciones ya no acaban como moralmente nos gustaría que acabara sino como inevitablemente va a acabar: con su destrucción total.

Alejandro Rivero-Vadillo